Te levantas, haces café, abres el portátil…
y ahí está otra vez esa sensación pegajosa:
no avanzas.
Y te lo dices así, sin filtro:
“Estoy estancada.”
“Ya no tengo ideas.”
“Estoy haciendo todo mal.”
“Voy a tener que reinventarme otra vez.”
Y así empieza el bucle.
Porque cuando el juicio entra, el cuerpo se bloquea.
Y lo que era un día difícil se convierte en una crisis existencial de categoría premium.
Pero espera.
¿Qué pasaría si no estuvieras estancada?
¿Qué pasaría si simplemente estuvieras agotada?
Porque no es lo mismo.
Estancarse es no saber qué hacer.
Pero tú sí sabes.
Tienes el plan.
Tienes la formación.
Tienes la visión clara (aunque a veces se te nuble).
Lo que no tienes es energía.
Lo que no tienes es descanso real.
Lo que no tienes es espacio para escucharte en serio.
Y eso, no se arregla con otro workshop ni con un Canva bonito.
Se arregla con pausa.
Con revisión.
Con una conversación honesta contigo misma.
Y si puede ser, con alguien que no te diga lo que quieres oír, sino lo que necesitas escuchar.
La trampa del “tengo que moverme”
Te enseñaron que si no produces, no vales.
Que si no estás avanzando, estás retrocediendo.
Que descansar es perder el tiempo.
Que parar es de flojas.
Y claro, cuando tu cuerpo pide parar,
tú te castigas más.
Y como te castigas, te sientes peor.
Y como te sientes peor, fuerzas más.
Y así… hasta que algo se rompe.
O dentro, o fuera. Pero se rompe.
A veces lo más estratégico… es parar.
Sí. Parar.
Mirar lo que llevas encima.
Soltar lo que ya no vibra.
Revisar lo que haces por obligación.
Y permitirte descansar sin sentir que estás fallando.
Porque el problema no es que estés estancada.
Es que estás tan cansada que no puedes ver lo que ya sabes.
No necesitas reinventarte.
Solo necesitas reconectar con lo que ya habías decidido.
Y darte permiso para volver a empezar,
no desde la urgencia,
sino desde la presencia.