Durante años confundimos liderazgo con omnipresencia.
Con ir por delante, por detrás y por los lados.
Con tapar huecos, anticipar problemas, resolver lo que ni siquiera es nuestro.
Y además, con una sonrisa. Que no se diga.
Si te suena, no estás sola.
Liderar se ha vendido durante décadas como una mezcla entre mártir funcional, terapeuta improvisada y madre sin descanso.
Y muchas lo compramos. Algunas, incluso con entusiasmo.
Hasta que un día el cuerpo habla.
Y no dice “ya no puedo más” como en los libros de autoayuda.
Dice cosas como:
— ansiedad a las 6 de la mañana,
— hambre constante de dulces,
— hostilidad pasivo-agresiva con todo el que nos pide algo.
Y ahí, en ese punto exacto, empiezas a intuir que algo no va bien.
Que a lo mejor… solo a lo mejor… esto de asumirlo todo como si fueras la salvadora universal no era liderazgo, sino un secuestro emocional disfrazado de eficiencia.
Liderar no es hacer más. Es decidir mejor.
Y para decidir mejor, hay que saber dónde termina tu responsabilidad y dónde empieza la del otro.
Eso que parece básico… es lo primero que se olvida.
Delegamos tareas, pero no decisiones.
Soltamos un proyecto, pero seguimos encima como si nadie supiera cómo se mueve el mundo.
Pedimos ayuda, pero con una lista detallada de cómo hay que hacerlo todo exactamente igual que lo haríamos nosotras.
Eso no es liderar.
Eso es microgestionar la vida de otros mientras nos agotamos en silencio.
Y lo peor no es que no funcione.
Lo peor es que funciona a corto plazo.
Sí, claro que funciona: todo sale, nadie se queja, la empresa avanza.
Pero tú te apagas.
Y un día, mientras haces lo que sea que estés haciendo,
te pillas pensando en voz baja:
“No sé cuánto más voy a poder sostener esto.”
Y entonces viene el giro.
Liderar no es cargar. Es marcar el límite.
El límite no es egoísmo.
Es claridad.
Es decirle al cliente: “Eso no entra en lo pactado.”
Es decirle al socio: “Hasta aquí es mi parte.”
Es decirle al equipo: “No necesito que lo hagas perfecto. Necesito que te hagas cargo.”
Y también es decirte a ti:
— No puedes con todo.
— No tienes que hacerlo todo.
— No estás aquí para salvar a nadie.
Liderar desde ahí no te hace menos comprometida.
Te hace más consciente.
Y sobre todo, más libre.
Porque cuando lideras marcando límites, no solo recuperas energía:
recuperas poder.
El tuyo.
No el que se gana por controlarlo todo, sino el que se activa cuando sabes que puedes decir que no, sin que se caiga el mundo.
Y lo más curioso es que el mundo, en realidad, empieza a girar mejor.